Te bajo la línea horizontal al talón y el azul te revuelve el cocido de las tripas. Dices tantas cosas en chino que la taquígrafa se me despide muerta de risa, qué escándalo. Miro que tal cielo de garbanzos dibujándote el perfil y el vuelo es de una precariedad exacta. Lo tengo en plano pero comienzo a mover. Recupero el ritmo cardiaco -o sea el tiempo- y respiro, algo literalmente intencionado y precioso. El vaso se va llenando de agua y me paro cuando el horizonte te llega por la cintura. Damos entonces una vuelta, si te parece. La taquígrafa va por allá lejos, corriendo. Me acuerdo de una cancioncilla china y la canturreo. Explicas la base pentatónica de la música oriental y cómo se puede improvisar fácilmente una melodía con las teclas negras del piano. Se ha hecho un poco tarde. Me recojo la línea curva y abandono el plano. Cartulina negra. Pero duermo muy mal, quiero decir, arítmicamente, y me trastorna la letra y la significación de la cosa. Duermo por tanto durante mucho tiempo. Los desvelos me instalan en el sueño y en lo pringoso de éste. Agotada de recordar cada uno de mis sueños, tan solo duermo y duermo. Y sueño. Y recuerdo. Y sueño. Y sueño. Y sueño. Et cetera. De vez en cuando me ataca una tos seca. Desde el sueño alargo en tal caso la mano hasta el vaso de agua. Creo que huele a cocido. La taquígrafa no para de escribirme novelas. Y tú jugueteas la cancioncilla china en el piano.
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